viernes, 10 de julio de 2009

Una historia/Una catarsis/Un exorcismo

Cuando mi mamá se enfermó, yo estaba saliendo con alguien. La relación ya estaba desgastada. A pesar de que era médico (o tal vez debido a eso), no supo acompañarme en ese momento. Mientras tanto, había otra persona dando vueltas. Un hombre 15 años mayor que yo. Profesor de la escuela de arte a la que yo iba. A mí me parecía muy atractivo desde antes. La enfermedad de mi mamá fue un momento de mi vida en el que me apoyé mucho en la gente que veía todos los días, que era la gente de la escuela. Y especialmente en él. Él me escuchaba, me acompañaba, me daba un abrazo si me hacía falta, me hacía reír si podía... Empezamos a coquetear seriamente, y una noche, msn mediante, me invitó a su casa. Me dijo que él me pasaba a buscar. Yo di vueltas y vueltas y vueltas, hasta que admití internamente que quería ir y que ya la otra relación no pesaba lo suficiente. Me pasó a buscar y fuimos a su casa. Al día siguiente, llamé a mi novio y corté la relación (ya venía hablándolo de antes, no soy tan mala). Y empecé una relación sin compromisos con el profesor. Sólo lo sabíamos nosotros y algunas amigas mías. Él venía a mi casa, yo iba a su casa. Nos llevábamos extrañamente bien, en todo sentido, y él me escuchaba cuando yo necesitaba hablar.

Los meses que siguieron fueron así: con ayuda de la gente del trabajo, me había podido comprar una laptop para poder trabajar desde el sanatorio, junto a mamá. Nos turnábamos, mi hermana, mi papá y yo. Era un sanatorio bueno pero sin lujos, de monjas. Las mejores intenciones, pero sin wi-fi. Así que cuando mamá se dormía, yo me iba contra una ventana del hall, a captar un mínimo de señal para poder conectarme con el mundo. Muchas veces lo encontraba conectado, y me preguntaba cómo estaba todo, cómo estaba yo, etc. Generalmente la señal no duraba mucho, al primer cambio en el viento se cortaba y ya no podía hablar. Nos mensajeábamos algo por celular (a veces me mandaba mensajes desde internet, cuando se quedaba sin crédito) y después yo seguía trabajando o me iba a dormir.

Llegó febrero, mi mamá ya hacía un mes que no tenía salvación. El 12 de febrero a la tarde entró en coma. La primera persona a la que llamé para contarle fue él. Me dijo que le fuera avisando cómo seguía todo. A las 8 de la noche, falleció. Lo llamé. Me dijo que pasaba por un lugar y se iba para mi casa. Vino a mi casa mientras se preparaba el velatorio. Estaban mi hermana, mi primo y mi tía. Ellos se fueron, y él se quedó conmigo un rato para acompañarme y que yo pudiera dormir un poco antes del velatorio. No sé si dormí 10 minutos, y después me llevó en su auto hasta el lugar y nos despedimos.

Yo había estado muy estresada ese último mes, y un par de días después de que mamá murió me fui una semana a Mar de Ajó. Unos días con una amiga, el resto sola. Necesitaba despejarme. Él me escribía mensajes, me preguntaba cómo estaba. Yo lo llamaba, él me atendía delante de cualquiera (por ejemplo, el director de la escuela).

Volví. Creo que nos vimos una sola vez después de que volví, o tal vez ninguna. Él estaba ocupadísimo, aparentemente. Nos seguíamos cruzando todos los martes en la escuela, pero él ya no me llamaba. Una noche lo esperé después de clase, para charlar un rato. Charlamos hasta que cerraron el edificio. Me saludó con un beso en la boca delante del director de la escuela (y juro que fue él), y se fue. Un semana más tarde, a principios de abril (o sea, un mes y medio después de la muerte de mamá), lo llamé para ver si iba a una obra de teatro esa noche, porque prefería no encontrármelo. Me dijo "Vos y yo tenemos que hablar. Yo te llamo". Pasaron los días, las semanas, los meses. Dejó de hablarme. Me saludaba si me cruzaba en el pasillo, y nada más. Finalmente, un día a fines de junio tomé coraje y le dije que teníamos que hablar. Me dijo que sí, que no había problema. Me citó una hora antes de entrar a su función, al lado del teatro. Nos vimos, y hablamos. De cualquier cosa. Menos de nosotros. Un minuto antes de irse, me dice "¿Te quedó algún tema en el tintero?" Yo, que todavía no salía de mi estupor, le dije que no. Llegué a mi casa y le escribí un mail lleno de alabanzas a su persona, diciéndole que lo consideraba una gran persona, un gran amigo, y que yo sabía que él me había advertido que la relación no era para más. Realmente en ese momento, en mi imposibilidad de agregarme sufrimientos nuevos, lo creía así. No me respondió, ni lo volvió a mencionar.

Y entonces pasó. Aproximadamente en abril del año siguiente, cuando se empezó a desinflamar un poquito el dolor de la muerte de mamá, me empezó a pasar algo extraño: por los agujeros que me habían quedado en el corazón, empezó a fluir un líquido negro, espeso, una especie de petróleo, de sentimientos que habían quedado enterrados y a presión, y de repente empezaban a surgir. Mi primera reacción fue la sorpresa, la perplejidad. Traté de pensar, de entender: ¿cómo puede hacer alguien algo así? ¿Cómo dejás de llamar de un día para el otro a alguien a quien acompañaste durante la enfermedad y la muerte de su madre, a quien conocés hace más de dos años, y con quien tuviste una relación muy íntima durante cuatro meses? Al día de hoy, todavía no lo entiendo. ¿Cuán egocéntrico tenés que ser para no darte cuenta de que estás pateando a alguien que está en el piso? Y no que está en el piso por una tontería, porque se tropezó con una piedrita. Alguien que está tirado y sangrando, por dentro y por fuera.

No volví a hablar con él del tema.

¿Por qué escribo esto? No sé. Ya pasaron más de dos años y medio. Pero por otro lado, creo que es la única persona que me hirió así en la vida. Tan gratuitamente, con tan poco interés por mis sentimientos, por mi sufrimiento. No es que yo esperaba que me propusiera matrimonio. Nada más alejado. Pero sí una charla adulta, y una disponibilidad de su parte para estar, como había estado esos siete meses, o una explicación de por qué no iba a estar. Aprendí que la madurez emocional no es paralela a la edad cronológica (porque vamos, 45 años...). Así que no sé. Supongo que lo escribo para que sea la última vez que lo cuento. Para cerrar de una vez por todas ese capítulo y dejar de desear que desaparezca del mundo para poder respirar más aliviada. Para sentir que me lo puedo cruzar en una audición y no voy a empezar a temblar, de odio e impotencia. Para exorcizarme.